sábado, 19 de enero de 2019

“MI PRIMERA VEZ


Durante toda mi infancia había sido privada de la mayoría de cosas que tenían el resto de las niñas. Solo se me permitió tener una muñeca y un osito de peluche, lo demás -siempre me decían mis padres- era vicio. Mi pelo largo siempre debería estar sujeto en una coleta o una trenza, jamás suelto.


Mis vestidos eran sencillos, de telas lisas y colores oscuros confeccionados por mi madre -la manera en que visten las jóvenes despierta la lujuria de los hombres- les escuchaba decir continuamente. Además en casa estaban prohibidos los espejos no era bueno para mi observar mi cuerpo sobre todo ahora que me estaba desarrollando. Nunca debería traer amigas a casa, ni relacionarme demasiado con ellas. Cualquier regla que infringiese, suponía pasar más o menos horas, según la gravedad de la falta, encerrada en el sótano, algo que me angustiaba y aterraba mucho.


Mientras fui pequeña todo me parecía normal, pensaba que todas las familias eran iguales y dado que estudiaba en un colegio de chicas donde todas íbamos con uniforme, no me sentí distinta del resto.


Ahora con diecisiete años, veía a mis amigas con una ligera capa de maquillaje y planificando fiestas para el fin de semana y me daban envidia. Ya habían optado por no invitarme a ninguna, dada la cantidad de negativas que habían recibido hasta el momento. Los domingos cuando íbamos a la iglesia, -yo con mis vestidos sin forma que no hacían más que afear mi figura- y veía a mis compañeras radiantes y felices con bonitos conjuntos modernos y actuales, con el cabello suelto al aire charlando con los chicos del pueblo al acabar la ceremonia, hacía crecer en mí el resentimiento y el odio que sentía por mis padres. Algún domingo lo pasé encerrada en el sótano por haber mirado “lascivamente” -decían ellos- a algún muchacho. Hasta los veintiún años no podría mirar a ningún muchacho, y cuando lo hiciese debería hacerme respetar hasta el matrimonio, pero ni tan siquiera estaba permitido un roce y mucho menos un beso.


El camino de regreso a casa siempre lo hacíamos juntas mi amiga Luisa y yo, le contaba como era mi vida y ella se horrorizaba. Siempre me decía que tuviese paciencia, llegaría un día en el que lograría escapar de esa cárcel. Era buena amiga y muy fiel, nunca había contando a nadie como era mi día a día. Una tarde de primavera comenzaron a acompañarnos unos muchachos del instituto mixto del pueblo. Me causaba terror si mis padres llegaban a enterarse, así que comenzamos a hacer el recorrido a través del bosque.


Uno de los jóvenes siempre me miraba atentamente y dirigía sus palabras cariñosamente hacia a mí. Me daba mucha vergüenza, yo gozaba de una preciosa melena castaña muy brillante que se ocultaba tras una fea trenza y aunque tenía unos ojos azules intensos me faltaba el brillo que en esa edad debería poseer.


Con el paso de los días me acostumbré a su presencia, incluso echándolo de menos cuando en alguna ocasión no podía venir. Poco a poco perdí mi timidez hacia él, llegando a permitirle un beso. Ese día como si mis padres presintiesen algo, a mi regreso me sentaron en la cocina atosigándome a preguntas, parecían saber que ya no venía por el camino, sino que me adentraba por el interior para mi vuelta. Aunque me excusé diciendo que era un camino más entretenido para nosotras, no parecieron conformes y me castigaron durante cuatro horas en aquella oscuridad.


Me daba igual, no iba a dejar de ver a Carlos, así muriese en el intento... Nuestra relación fue creciendo y yo quería más... Quizás por culpa de sus prohibiciones y tabús habían hecho de mí una joven rabiosa de la vida, ansiosa por probarlo todo y entregarme cuanto antes a un hombre.


Acordamos que el viernes por la tarde con la disculpa de que tenía que ir a hacer un trabajo a casa de Luisa, nos quedaríamos un rato en la cabaña abandonada que había en el interior del bosque. Luisa cubriría mis espaldas.


Era la primera vez que estábamos a solas, me sentía tímida pero segura, con él me hallaba muy a gusto. Comenzamos a besarnos cada vez con más intensidad, sus manos comenzaron a tocarme primero tímidamente y al ver que yo no ofrecía resistencia, desabrochó mi blusa y deslizó sus manos para sobar mis duros y firmes pechos. Sentía su excitación y estaba comenzando a asustarme, ¿y si papá y mamá tenían razón y los hombres solo pensaban en eso? Su mano se guió ahora hacia mi muslo, subiendo lentamente por debajo de mi falda sin dejar de besarme, sus gemidos iban subiendo en intensidad y cuando iba a tocarme mi sexo, vinieron a mi cabeza los discursos de mis padres sobre lo pecaminoso e impío que era el acto sexual.


Salí corriendo de allí como una loca, Carlos me llamaba pero ni miré hacia atrás. Llegué a junto de mi amiga que me estaba esperando a la entrada del bosque, colorada y avergonzada, lo cual causo risa en mi amiga.


Al día siguiente acepté a hablar con él, me sentía abochornada por la situación del día anterior. Me pidió perdón muy galantemente haciéndome sentir mejor y sugiriendo ir más despacio, por nada del mundo pretendía perderme.


Pasaron los meses de encuentros fugaces donde no pasó nada, pero cada vez estábamos más unidos y compenetrados. Quedaban pocos días para mis dieciocho años y habíamos decidido que ese sería el gran día, yo ya estaba preparada.


El encuentro fue mágico, maravilloso y muy intenso, los jadeos vibraban por la vieja cabaña y tenía la sensación de que la magnitud de sensaciones que se estaban viviendo allí, podrían causar el derrumbe de la misma. Cuando acabamos, nos quedamos un rato acostados sobre la manta que Carlos había llevado, prometiendo nuestro amor para siempre.



Esa noche abandoné el hogar de mis padres, nunca había sido el mío. Mi amiga Luisa y sus padres, conscientes de mi situación en casa, me acogían en la suya. Seguiría estudiando y en cuanto Carlos acabase la universidad y encontrase trabajo, nos casaríamos. La infancia de mi vida nunca podría recuperarla, pero aun era joven y me quedaba mucho por vivir

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